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ISSN 1989-4163

NUMERO 112 - ABRIL 2020

 

El Hombre Extraño

Francisco Gómez

Este periodo de confinamiento, de ´cárcel´ impuesto por nuestros gobernantes de todo el mundo por el maldito bicho, este decreto de la “Nueva Normalidad” a la que tendremos que someternos cuando ¿acabe?   el aislamiento social, esta falta de contacto personal, me lleva a pensar en este extraño hermoso mundo que nacerá postvirus.  

Vivo solo, como, duermo y pienso solo. Recorro mi templo solo. Miro mis papeles en compañía de uno mismo, la mejor que tendré, la que  cuando se traicione será porque hace un pacto de extrañamiento hasta volver a su redil. Moriré solo como usted. Cada vez tengo más claro que mi vida será un camino en soledad y silencio como estas calles que anuncian a gritos su incertidumbre desde la quietud agazapada. Cada día mi árbol está más podado pero no importa. Ya no. Quizás ser alguien sin afectos me protege del enemigo invisible y ya, en mis cavilaciones, cada día que es un signo de interrogación, los espero menos. Hago mías ciertas aseveraciones de los clásicos: la ataraxia del espíritu y no esperar casi nada. 

Durante mucho tiempo, quizás demasiado fui un hombre en guerra conmigo mismo y por qué no decirlo con el mundo circundante como si a veces sintiera que no perteneciera a esta época, a este tiempo de competencias, prisas, rivalidades y egoísmos. Los parámetros quizás cambien, ojalá, aunque el hombre suele caer en la misma piedra cuando la tormenta parece alejarse por el horizonte. Durante demasiado tiempo me sentí un hombre extraño, incluso en mi propia casa. Ver fotos que obtenían con mi imagen, resultaba un ejercicio inquietante. Como si no fuera yo el retratado. Como si no me reconociera en esa instantánea. Hace poco me ocurrió que una persona obtuvo imágenes de uno mientras tomaba notas en una charla de una escritora. Me las envió por las virtuales redes y no me reconocía. No me sentía yo. Como si fuera otro quien escribiera en ese momento. Escuchar mi voz en un audio se antojaba un acto de impostura, igual que si otro tipo hablara por mí con una voz de ventríloco, más infantil. No era ese tipo que hablaba.  

Ortega y Gasset, el gran filósolo español, decía en sus libros que el aprendizaje de la personalidad es una tarea ciclópea que dura toda la vida del hombre, desde el nacimiento a la tumba. Estoy de acuerdo con él.  

Miro al espejo y veo a un hombre complejo, contradictorio, interior, reflexivo, sentimental e impulsivo. A veces tormentoso, otras navegante de aguas calmas. Veo a muchos hombres dentro de una cáscara exterior. Muchas ramas que se abren desde el mismo tronco. Un hombre en evolución desde su infancia. Con su literatura. Con su forma de ser y relacionarse afuera. Quizás escribir no sea más que una manera de ser egoísta y tratar de entenderse y buscar explicación a los enigmas que encierra. Un intento de descifrar las claves del mundo que nos circunda y cada vez se escapa más entre los dedos. Buscar entender nuestra insignificancia enorme en los muchos heterónimos que nos habitan. Siempre recuerdo a Carlos Sahagún en su enorme libro “Cuadernos de escritura” cuando dice “Si uno mira en el espejo y no ve sus fantasmas interiores, no ve nada”. Sí, quizás un hombre o una mujer que no esconden nada tras su rostro quizás tengan poco interés o su vida interior no sea rica y divertida con muchas estancias. Un tipo puede que rico por fuera, con muchas relaciones sociales y supuestos amigos y montañas de conocidos pero pobre, vacío por dentro. 

En cierto libro leí que “el escritor necesita conocerse, bucear en su interior, en sus entrañas para desvelar sus misterios, sus incógnitas, las dudas que le acosan y hacen sentirse infeliz consigo mismo, con su tiempo, con su condición. Quizás escriban por este motivo. Porque ansían explicarse el magma que les bulle por dentro y aplacar sus incertidumbres que les atenazan y agobian, que a algunos les lleva a su autodestrucción si no dominan al ángel y la bestia que habita dentro de ellos”. 

Hace poco viví un episodio extraño, uno de los que me azotan de cuando en cuando y pasan inadvertidos para la mayoría salvo para quien conoce alguna de mis múltiples coordenadas. Presentaba en un espacio público de mi city a un gran escritor, a alguien a quien admiro también por su complejidad y porque puede vivir de sus letras. En el patio de butacas a mitad del acto observé a una persona que estaba por el medio, cerca del pasillo central y de repente tuve un sobresalto. Parecía yo mismo que me estuviera viendo desde fuera. Alguien con el mismo corte de pelo, igual forma de mover las manos y entrecruzárselas y parecidas vestimentas a las que me pongo. Pensé en la novela “El hombre duplicado” de José Saramago y elucubré si no sería mi replicante, mi yo interior proyectado al medio ambiente para observarme, analizarme. Quise levantarme y dirigirme a él, si no era uno mismo. Preguntarle cómo me veía desde fuera.  Quizás penséis que me falta cordura, que las tantas lecturas me han “sorbido el seso”. Bueno, uno no puede atender ni gasta esfuerzos en tratar de adivinar lo que piensan los demás. Ejercicio agotador, pardiez. 

Cuando era más joven y pensaba que la vida me esperaba y ofrecía todas sus frutas y posibles victorias y sueños por realizar, mi primera novia lloró con amargura cierta vez en mi caballo blanco, acusándome, quejándose, diciéndome que no me entendía. Aquellas palabras que sabía por dónde venían, taladraban mi corazón porque no se merecía ese padecimiento, esa inquietud que oscilaba entre nuestra felicidad y el desconcierto. Hasta que decidí dejarla para evitar más dolor. Ese hombre que vivió conmigo con 20, 30 y casi hasta los 40 años, el meridiano de la vida, se fue. Un hombre que estaba en guerra consigo mismo y dejó en la cuneta infinidad de cadáveres, interiores y algunos externos. Un hombre que acabó agotado tras tantas luchas, tantos intentos de ser alguien, de sacar la cabeza entre las filas de los mediocres. Para ser lo que hoy es; un insignificante. Un invisible más. 

En este tiempo de aislamiento, de cerrazón impuesto por nuestra seguridad, me he redescubierto. He firmado el armisticio conmigo mismo a sabiendas que no llegaré nunca a nada, que nadie me esperará al final de cada tarde y que seré fiel y auténtico conmigo mismo aunque no se me entienda. Ya no importa. Y seguiré camino en esta inaugurada edad de la “Nueva normalidad” que suena a limitación, a barreras, a control por nuestro bien.  A observancia, a retroceso de libertades por el bien común. El Gran Hermano ha llegado para quedarse y le hemos entregado las llaves. 

Mi compleja litertad interior de hombre que ha firmado la paz y espera poco no me la quitará nadie. Ni gobiernos, ni estados, ni jefes ni pandemias.  

Un hombre de más de 50 recorre el espacio confinado con su libertad interna y múltiple por bandera y sus heterónimos y fantasmas que siempre van con él. Aunque parezca caminar solo... 

 

 


 

 

El hombre extraño

 

 
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